La irreparable pérdida de un amigo: Descansa en paz, Tony…
Por Yirsandy Rodríguez
Nos conocimos en 2004, pero no nos vimos más hasta 2006, cuando regresó al béisbol como Anotador Oficial en La Habana después de dos años desligado de su deporte favorito. Desde ese primer encuentro, comenzamos a estrechar una gran amistad que luego derivó en una dupla similar a la de padre e hijo, irrompible por siempre.
Antonio o “Tony” García Barreto —porque no te gustaba que te dijeran tu segundo nombre, “Placencio”—, como lo conocían sus más allegados familiares y amigos, fue una de las personas más sabias, sencillas y respetuosas con que he podido compartir en mi vida.
Yo tenía sólo 16 años cuando nos conocimos y le doy gracias a Dios por darme la oportunidad de haber compartido tanto tiempo en las cabinas de anotación y mi vida personal con Tony, incluso desde mi etapa de estudiante, cuando salía de la secundaria básica para los juegos vespertinos —normalmente, los segundos turnos que se jugaban en Series Provinciales—.
Todavía recuerdo su paciencia para plasmar lo más legible posible su caligrafía, su puntualidad, siempre siendo el primero en llegar al terreno de juego. Pero, sobre todo, la profesionalidad y justeza para sentenciar cada jugada, una característica especial que convirtió a Tony en un respetable Anotador Oficial de Béisbol.
Junto a mi amigo de 46 años mayor que yo, entendí una vez más la importancia de muchos fundamentos que para no pocos parecen alcaicos o “cheos” hoy día, pero dicen mucho sobre la formación, educación y preparación de un hombre para afrontar la vida y sus diversas responsabilidades.
Hubo muchas discusiones entre nosotros, sanos debates de trabajo, pero siempre medió el respeto, el entendimiento y, sobre todo, la amistad. Sí, una gran amistad, que fue capaz de romper incluso una barrera de 46 años de diferencia, donde obviamente nuestras visiones de la vida marchaban por distintos caudales, aunque siempre supieron encontrarse en un punto justo.
Competíamos para ver quién llegaba más temprano al terreno de béisbol, y en esa sana rivalidad nos divertíamos, porque como le dije muchas veces: “El alumno supera al maestro, mi viejo”.
Cuando Tony regresó al béisbol en 2006, ya yo estaba junto a mi gran hermano Joerlys Soffi al frente de las Estadísticas y la Anotación Oficial del béisbol en La Habana, y había escuchado tanto de sus cualidades como persona y profesional, que la expectativa me colmó hasta decirle: “Tony, mucho gusto hermano. Me gustaría que trabajáramos juntos, ya que estamos haciendo dúos para la anotación”, y él rápidamente me respondió: “Pues claro, yo estoy recién operado de la vista, voy a necesitar tu ayuda, pero además para que me repaces un poco el sistema codificado, que hace tiempo no anoto. Vamos a ver cómo estoy”.
Y aquella frase se me quedó grabada hasta hoy, como también el primer juego que trabajamos juntos, un clásico que Boyeros le ganó a Centro Habana, decidido por Michel Fors en el estadio “Changa” Mederos. Cuando el juego terminó, Tony se demoró más de lo normal para cerrar las estadísticas, contando una y otra vez cada detalle, y entonces me acerqué y le dije: “Hermano, eso está completo, perfecto… ya verás”. Y Tony contestó: “Bueno, si no está bien, me dices… nada de paños tibios… si no estoy apto, pues me esfuerzo y cojo el ritmo de nuevo”.
“Ya verás”, le reiteré, y en lo que recogía sus lápices con paciencia, traté de procesar el juego lo más rápido posible para decirle cómo había estado. De cualquier manera, habría apreciado su obra, porque Tony era merecedor de sumo respeto y comprensión, además de que estaba en plena recuperación tras una operación de la vista.
Yo, que había estado cerca de él durante todo el juego, estaba seguro de que había hecho un excelente trabajo, anotando con su típica caligrafía, recordándome el componedor de la primaria. Tony era dedicado en cada trazo, tan detallista que si un número se pasaba del escaque, era capaz de borrarlo y anotarlo de nuevo.
“¿Tony, sabes qué resaltó la máquina cuando validé el juego?”, le pregunté… “¡Todo OK!”…
—“¿Tú estás seguro?”, preguntó nuevamente…
—“Pues sí, hombre… el único detalle fue que te faltó poner la hora de terminación del juego, pero yo estuve al tanto, recuerda”.
—“¡Ñió!, se me olvidó lo más fácil, cosas de viejo, ya son 63 abriles”.
Ese fue uno de los tantos diálogos que quedó grabado en mi mente, con la misma alegría que recuerdo su rostro, como diciendo por dentro: ‘que todo esté bien’; sintiendo el compromiso y la dedicación de siempre, como uno de los tantos héroes anónimos del béisbol capitalino y de Cuba.
Cuando salimos de la oficina en el “Changa” Mederos, dobló sus papeles en círculo como siempre, y me dijo: “¡Estoy listo entonces, no! Pero llévame suave, por ahora anoto junto contigo, y así poco a poco le voy cogiendo el ritmo al trabajo de nuevo”.
Y así fue desde mediados de 2006 hasta 2014, cuando anoté mi última Serie Nacional en el estadio Latinoamericano. Junto a mi gran amigo, hermano, padre y compañero Tony GB, anoté múltiples torneos, desde las provinciales hasta los Campeonatos Nacionales 15-16, Juveniles, Ligas de Desarrollo, Series de Segunda Categoría y cuanto torneo se jugara en La Habana.
Sus historias de cuando era pelotero nunca las olvidaré, las vivencias que me contaba apelando a su prodigiosa memoria, los modelos de anotación que amablemente le regalaba a todos nuestros compañeros, contribuyendo sin nunca pedir nada a cambio.
Cómo olvidar aquellas tardes en el estadio de Cuatro Caminos en el Cotorro, cubriendo los Juveniles, donde viajábamos por nuestros medios y siempre llegábamos incluso antes que los trabajadores del terreno. Los juegos de extra-innings, que no le gustaba cerrar hasta que se decidieran.
Los pomos de agua envueltos en periódicos para que nos duraran en los dobles juegos. Los guarapos que nos tomábamos en Santa María del Rosario, antes de bajar para el estadio de pelota. Las lluvias que nunca impidieron que fuéramos al terreno, como contempla la regla, haciendo acto de presencia donde realmente se suspende o no el juego —nunca desde la casa o llamando por teléfono—.
Recuerdo cómo aprovechabas la pausa después del quinto inning para tomarte tu café, el filo de tus bisturíes apilados en una cajita fósforos, para sacarle la punta a tres o cuatro lápices, porque no te gustaba escribir con portaminas. El pequeño blog de notas aparte, donde anotabas el color de los pulóveres de los peloteros o el apellido en sus trajes, cuando anotamos en la “era de la provinciales donde los equipos no usaban uniformes oficiales”.
Los debates sobre el famoso toque de bola de sacrificio, y el toque sorpresa, que tu llamabas “planchita” y no te gustaba anotar conceptualmente como sacri-hit.
La manía de decir “tribey”, y las anécdotas de por qué nunca ibas a renunciar al béisbol romántico, el de tus años mozos, como siempre decías.
Cada fin de año, cuando pasaba a verte por el trabajo antes de que te dieran los días feriados, allá en la imprenta del ICAIC, el rincón de tantas charlas y consejos tuyos sobre la vida. Los cierres de sub-series cuando me decías, “oye, si el equipo está apurado, que cojan el Box Score por la computadora”, porque siempre para ti lo más importante era que tu trabajo estuviera perfecto.
Extraño tus visitas, y extraño también tus mensajes, porque en la virtud de hacer amistades a base de bondad y respeto, tú eras un caballero admirable, mi querido amigo. Aquí, en mi corazón, nunca siempre habrá espacio para esos agradables recuerdos de mis primeros años cubriendo el béisbol, donde nos unimos con tan poco y éramos felices porque simplemente amábamos el juego.
Cualquier beneficio personal, era ínfimo comparado con la dedicación y entrega de ese preciado tiempo que le ofreciste al béisbol, tu atención a la prensa, a las estadísticas, a la historia. Pero lo más importante es cómo definiste tu paso por cada estadio y lugar donde estuviste, haciendo de una sonrisa y un gesto caballeroso la respuesta incluso a situaciones adversas.
Por eso siempre te recordaré así, con esa sonrisa y al mismo tiempo el espíritu de un cubano de gran corazón, un viejito sabio que batalló contra los embates de la vida y logró lo que sólo pocos hombres pueden disfrutar hasta los últimos latidos de su corazón: El respeto, cariño y aprecio de todos.
Para mí, nunca has muerto, campeón. Y ni siquiera el fatídico 2020, ese que te llevó físicamente el pasado 29 de noviembre a los 77 años, desgarrándote de tu amada viejita Esperanza, me hará dejar de pensar que estás aquí… que no te has ido, y que en cada juego de pelota me acompañarás para juntos decir de nuevo una de nuestras frases favoritas: “Termina un juego, pero nunca el… ¡béisbol!”.
Que en paz descanses, mi viejo Tony.